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Manoseada

Qué pena, no quería admitir que desde su visita a aquel club y la sorpresiva rusa que le había hecho a aquel hombre ahora moría por un encuentro similar. Día y noche, solo rogaba por un cariño vigoroso en sus tetas. 

Vio su oportunidad. El conductor no paraba de mirarla por medio de su espejo, eso era lo que quería. Fingió agacharse para amarrarse los pasadores de las zapatillas, cuando era su intención que los ojos lascivos se fijasen en la abertura en sus defensas, en el espacio vacío en su polo que, una vez que se inclinaba lo suficiente, quedaba entre aquella mirada y sus pechos. El tipo no pudo resistirse, y ella le dio el gusto del espectáculo hasta volver a su posición vertical. Apenas se desocupó el asiento delantero, ella se acomodó al costado. 

Finalmente llegaron al último paradero, y el cobrador descendió de la combi. Sin tomar en cuenta el peligro de que la viesen, puso las manos en la espalda y se deshizo de su sujetador, arrojándolo al suelo y dejando al tipo al borde de un colapso nervioso. "Avanza más", casi le ordenó. Él condució hasta llegar a una pequeña calle de una zona residencial. A buen entendedor pocas palabras. La chica se sentó (a la usanza de perra experimentada) entre las piernas del hombre y se regocijó con el duro tacto de su aparato. Vacilando al principio (tocando suavemente por sobre la ropa) pero luego sin titubear (masajeando con fuerza la ardiente piel), el sucio conductor empezó a saciarse con las bondades carnales de la puta recientemente descubierta. 

Qué suaves, qué tiernas; eran jóvenes aquellos pechos; ¡y cuán increíbles resultaban aquellos pezones al endurecerse...! 

Ya no pertenecía a este mundo. El conductor le quitó el polo y la volteó de cara hacia él. Concentró sus fuerzas y todo su deseo contenido en sus labios, hasta forzar el fluido del manantial de aquellos senos. Se llenó de júbilo al complacer su boca con leche tan exquisita, y a ella se le abrieron las puertas de un nuevo sendero de placer. Sentía arder en fuego las aureolas con cada chupada, con cada nuevo trago de su leche, pero le encantaba. Como un bebé que se alimenta, le dejó a aquel sucio extraño mamar hasta saciarse.

Estaba oscuro y sentía el frío en su piel. Tanto ella como el hombre (que dormía sin separar sus labios del pezón) habían caído rendidos ante Morfeo. Tenía los pezones amoratados, enrojecidos y con marcas de dientes a su alrededor, y no fue hasta ese momento que se dio cuenta de lo mucho que había llorado de dolor. Pero le encantaba. 

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