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Asmodeo

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¿Por qué? 


Por supuesto, la pregunta de Esclava no se relacionaba ni remotamente con alguna profunda complicación filosófica pensada con el propósito de darle una insondable complicación en forma de un ocho ocioso; aquel que la conociese lo sabría sin humearse el seso: sexo, claro está.

El AIDS (pensaba así porque había estado tirando con muchos gringos últimamente) era la joya de la corona de las angustias que le ahuyentaban el Morfeo, aunque lamentablemente no la única. Con los días se terminaba de reconvencer de su decisión, pero siempre acababa por recordar las malditas maldiciones de Venus. ¿Qué podía hacer? 

En eso pensaba la Esclava ese día, sentada en el bus, camino a su casa. Fue entonces que vio su respuesta: Debía rondar el metro 90, tenía una calva brillante, unos músculos rebeldes, una nariz prominente y ojos negros como la pez. Pero era su lasciva mirada lo que la sorprendió. Aquel tipo emanaba un hambre sexual tan intensa que la hizo temblar; además, con mirarlo bien podía dar por seguro que poseía una potencia salaz que desafiaba toda lógica; era como un tren bala a toda velocidad, y la mera atención de aquellas negras pupilas la estaban excitando hasta el borde de la locura (casi podía sentir como la penetraba sin piedad su miembro de mulo, cómo expelía toneladas de exquisito semen en sus entrañas). No se daba cuenta de que había empezado a llorar; que un hilillo de saliva recorría su mentón; que había tenido un orgasmo monumental que había empapado su calzoncito blanco. ¡Hijo de puta! ¡Deja de mirarme! pensaba deslizando su mano bajo su corta falda escolar. No pudo controlar la sonrisa... ni el segundo orgasmo que acabó por hacerle soltar un débil gemido que hizo voltear a todos (los hombres con su mirada lasciva, devorando a la bella escolar con los ojos).

El misterioso se levantó y fue hacia la puerta, sin dejar de mirarla. Esta vez el clímax fue tan violento que le hizo soltar un sonoro grito de placer. El desconocido bajó del vehículo. La Esclava, aún sacudida por la excitación, fue tras él, dejando una estela de fluidos vaginales tras ella. 

No lo veía. No hacía caso a los transeúntes que, preocupados, le preguntaban qué le pasaba, pero que luego se retiraban solos al ver como de debajo de su falda escolar goteaba el semen femenino. La habrían negado sus conocidos de haberla encontrado así, llorando a moco partido en medio de la calle, dejando un charco meloso bajo ella. 

¡Allí en la esquina estaba él!

Por calles quebradas y avenidas sin nombre lo siguió, y él, sádico, volteaba esporádicamente, aumentado su gozo desesperado. 

Al fin, se detuvo. Como un asesino invisible, sus brazos inhumanos la tomaron y acabaron con lo último de su voluntad. El hombre estaba ya desnudo en toda su magnificencia. A simple vista el monstruo era un prodigio de la naturaleza, altanero y ateo, pues su cabeza desafiaba los cielos como una afrenta a Dios, y su tamaño se burlaba de toda su creación. Impaciente, la punta de la lanza fue contra su objetivo, atravesando con facilidad la tela blanca y ensartándose hasta la raíz. 


De no haber estado lubricada como lo estaba, aquella impiedad fálica no hubiera calzado. Pero aún así, el inmenso pene era tal que empujaba con ferocidad las paredes de su vagina, que joven y flexible como lo era, resultaba increíblemente insuficiente; además del irreal tamaño del invasor, las gordas venas de este estaban henchidas, y el aparato era como un globo al borde de explotar, haciendo la tarea venérea una tarea digna de un hércules.


Pero todo comienzo tiene un final. De algún modo la vulva pudo acoger al monstruo, que lentamente empezó a penetrar. 


Hace unos días la Esclava había leído una historia que habría de recordar el resto de su vida, por sentirse tan identificada con su protagonista: Memorias de una pulga. Hasta la última página había sentido como si la historia de Bella fuera la suya propia, y había sentido una verde envidia al leer cómo su heroína podía dar rienda suelta a sus placeres en manos de los bien dotados eclesiásticos. ¡Lo que hubiera dado por ser ella!


Pero en ese momento pensaba que el motivo de envidia era ella. Juraba que moriría del dolor, del calor abrasante que emitía el pene, de la intermitente potencia de las embestidas, de aquel dolor en el pecho cuando gritaba, de placer... 


Una tras otra, nuevas ideas pululaban, pues siempre había estado allí y solo esperaban a que alguien adecuado las hiciera germinar y llevar a cabo. Era una cuestión que abarcaba su cuerpo entero, que cada vez parecía más de goma que de carne y hueso...

Lo único que supo después fue que estaba desnuda en medio de la calle, y dos ebrios hablaban incoherencias entre sí. Tenía un dolor intensísimo. Cuando se levantó de su vulva se escurrió una catarata blanca; cuando la saboreó todos los recuerdos la asaltaron: la manera inolvidable en la que el mismísimo demonio Asmodeo había follado con ella; el sabor incomparable de su semen, lo incomparable de su técnica milenaria, lo insaciable de su voluntad, la dureza, la impiedad... su ardiente, incansable, venosa...

Sus padres aún mantenían la esperanza de encontrarla, tras cuatro semanas de haber desaparecido. No podía hablar y tampoco sentarse; tuvieron que operarla pues sus cuerdas vocales estaban dañadas. La operó un doctor llamado Julio. Lo sé porque luego le confesó a Harry que se había logrado escabullir en su casa y follar con él. Pero como dice Ende, esa es otra historia, y debe ser contada en otra ocasión.

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